La gracia y la lucha interior – David Jang


El siguiente texto es un resumen del sermón del pastor David Jang sobre la primera parte del capítulo 7 de Romanos. Al estudiar y meditar en Romanos 7, confiamos en que sea de ayuda para profundizar en la comprensión de temas como la “Ley y el Evangelio”, “el pecado y la gracia” y “el conflicto interior y la victoria” que cada creyente enfrenta en su caminar de fe.


1) La Ley y nuestra nueva relación

Romanos 7 comienza con el apóstol Pablo presentando una analogía muy particular basada en el matrimonio. Pablo menciona primero que “una mujer casada está sujeta a la ley de su marido mientras él vive, pero si muere, ella queda libre de esa ley”. Con este ejemplo de matrimonio y muerte, pretende ilustrar “el dominio de la ley y la nueva unión con Cristo”. El ser humano permanece bajo la fuerza y el control de la ley mientras esté “vivo bajo esa ley”, o más precisamente, mientras esté sujeto a ella. Sin embargo, a través de la cruz de Cristo, cuando el creyente es declarado “muerto con Cristo”, el dominio que ejercía la ley queda anulado y se establece una nueva relación.

Lo interesante es que Pablo no dice que “el marido ha muerto”, sino que “yo he muerto”. De esta manera, no está afirmando que la ley haya desaparecido o que se haya invalidado. La ley como tal no ha sido abolida; más bien, a través de la unión con Jesucristo en la cruz, “yo” he muerto en relación con la ley. “He muerto, así que la relación anterior ya no tiene vigencia”. Esta perspectiva se conecta directamente con el mensaje central del Evangelio: cuando Jesús murió en la cruz, llevando a cabo la obra sustitutiva y expiatoria (대속), se declara que también murió el creyente. Por lo tanto, el creyente queda libre de la función condenatoria de la ley sobre el pecado.

Muchos de los cristianos de origen judío preguntaban a Pablo: “Entonces, ¿significa que podemos desechar la ley?”. Ellos, aunque esparcidos por todo el Imperio Romano, seguían valorando la tradición de la ley y, al mismo tiempo, habían abrazado el Evangelio de la salvación en Jesús. Así surgía una pregunta constante sobre cómo conciliar de forma armoniosa la Ley y el Evangelio. Pablo responde con claridad que él no es un “abrogador de la ley”. Dado que la ley es la santa Palabra de Dios, no puede desaparecer ni un ápice. Tal como Cristo mismo enseñó: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”, Pablo tampoco menosprecia la ley. Únicamente enfatiza que, debido al suceso de la cruz de Cristo, la persona que antes era “yo” ha cambiado, por lo que la relación con la ley se ha reconfigurado en un sentido completamente nuevo.

Pablo lo expresa con claridad en Romanos 7:4: “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, de aquel que resucitó de entre los muertos, a fin de que fructifiquemos para Dios”. La expresión “a fin de que fructifiquemos para Dios” es fundamental. Mientras uno permanece bajo la ley, jamás podrá producir esos frutos plenos y abundantes. En Cristo, sin embargo, se nos insta a dar frutos más ricos y llenos de plenitud. Tal como dice Jesús en Juan 15, Él es la vid y nosotros los sarmientos; sólo permaneciendo unidos a Él llevamos mucho fruto. Así como una rama separada del tronco no puede dar fruto por su cuenta, la vida centrada únicamente en la ley se convierte con facilidad en una vida sin frutos. La ley es útil para revelar y regular el pecado, pero no provee “el fruto de la vida eterna” ni el crecimiento espiritual pleno que sólo llegan por la gracia salvadora y el poder del Espíritu Santo.

Además, en Romanos 7:6 encontramos la expresión: “sirvamos bajo el nuevo régimen del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra”. Esto no se refiere únicamente a cumplir literalmente los mandamientos, sino a vivir en obediencia a la guía interior del Espíritu Santo. Como Jesús enseñó en su discurso de despedida (Jn 13–17), permaneciendo en Su amor obtenemos verdadera libertad, dando frutos todavía más abundantes y experimentando la plenitud de gozo que viene por la gracia.

A lo largo de los dos mil años de historia del cristianismo, siempre que no se ha logrado equilibrar la gracia y la ley, han surgido grandes crisis. Los dos extremos —el legalismo y la antinomia o anulación de la ley— han debilitado a la Iglesia. El legalismo genera excesiva condenación y juicio, secando la vida espiritual y haciendo que falten la compasión y el perdón. Por otro lado, cuando se cae en el antinomianismo (o “todo vale”), se corre el riesgo de minimizar el pecado y deslizarse hacia una libertad desenfrenada. Aunque el Evangelio de la gracia sea esencial, Dios sigue siendo un Dios justo y santo, y hay normas que debemos respetar. Si una de estas dos facetas se derrumba por completo, el equilibrio de la fe se rompe.

Romanos 7, con la alegoría del matrimonio, puede parecer un pasaje complicado, pero su conclusión es sencilla. En el pasado, la ley nos gobernaba y condenaba como un “esposo”, pero ahora que estamos unidos a Cristo y “hemos muerto”, la ley ya no puede atarnos. Por supuesto, la ley no ha sido destruida: sigue evidenciando la justicia de Dios y ayudándonos a reconocer el pecado. Sin embargo, ya no estamos sujetos a su maldición. Cristo, mediante su sacrificio sustitutivo en la cruz, asumió personalmente el castigo por nuestros pecados y nos libertó del poder del pecado y de la muerte. Como consecuencia, ahora somos guiados por la “nueva ley del Espíritu”, el cual nos capacita para una obediencia voluntaria y agradable a Dios.

Aplicándolo de manera práctica, esto implica que ya no obedecemos con temor, pensando: “Esto es pecado, así que no debo hacerlo”, sino que nos movemos a una obediencia activa y gozosa, declarando: “Amo al Señor y, si esta es Su voluntad, con gusto la cumpliré”. Pablo insiste en esta idea repetidas veces en Romanos, Gálatas y otras epístolas. En Gálatas 2:20, por ejemplo, escribe: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, mostrando cómo el “viejo hombre” bajo la ley ha muerto y dando paso a la vida de Cristo resucitado en nuestro interior como nueva creación.

Para llevar esta doctrina a la vida cotidiana, resulta clave la reflexión espiritual, la oración y la meditación en la Palabra. Por ejemplo, cuando el pastor David Jang expone la alegoría matrimonial en Romanos 7, subraya que “el que muere a la ley se convierte en la novia de Cristo y, como tal, produce un fruto completamente diferente, un fruto espiritual”. Es decir, cuando uno vivía bajo la ley, la vida se enfocaba en restringir el pecado mediante prohibiciones. Pero ahora, en el Espíritu, se experimenta un gozo y un fruto que trasciende el mero hecho de no pecar. Esta visión brinda consuelo y certeza a muchos creyentes, pues, cuando se practica la fe desde la perspectiva de la ley, topamos continuamente con nuestro pecado y nos hundimos en la sensación de “¿por qué no puedo ser mejor?”. Pero quien comprende su unión con Cristo y confía en la guía interior del Espíritu no se desalienta. Más bien, se llena de gratitud por ese amor y va cumpliendo gradualmente el propósito bondadoso de Dios, lo que Pablo describe como “el fruto que ofrecemos a Dios”.

En resumen, el primer tema principal se centra en “cómo la Ley y nuestra relación con ella han sido redefinidas”. Puesto que hemos muerto en Cristo, ya no estamos sujetos a la ley y nos unimos a Él para dar frutos abundantes en libertad. Esto no significa que la ley se haya abolido, sino que, en un plano superior —bajo el gobierno de la gracia—, ahora podemos obedecer verdaderamente. Ese es el punto clave.


2) La función de la Ley y las limitaciones del ser humano

A mitad del capítulo 7 de Romanos, Pablo se pregunta: “Entonces, ¿es la ley en sí misma algo malo?”. Según la proclamación de Pablo, la ley hace que el pecado se muestre como pecado. Es decir, sin la ley no podríamos reconocer el pecado como tal. Por ejemplo, sin el mandamiento “No codiciarás lo que es de tu prójimo”, no sabríamos que sentir codicia en el corazón es un pecado. En este sentido, la ley resulta muy valiosa. Es como un espejo que refleja la suciedad en nuestro rostro, mostrándonos nuestra verdadera condición.

No obstante, el problema radica en la “astucia del pecado”. Cuando la ley nos dice: “Esto es pecado, no lo hagas”, el ser humano, impulsado por su curiosidad y deseos ocultos, siente más inclinación a hacerlo. Es como cuando a un niño se le prohíbe tocar un juguete y, de pronto, le despierta mayor interés. Pablo confiesa en Romanos 7:8: “Mas el pecado, aprovechándose de la oportunidad que le ofrecía el mandamiento, produjo en mí toda clase de codicia”. La ley es santa y buena, pero el pecado se vale de ella para que el ser humano caiga. Así se pone en evidencia la condición lamentable en la que se encuentra el hombre.

Tal dinámica se ve también en Génesis 3. Dios ordenó: “No comas del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal; el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Sin embargo, la serpiente (Satanás) usó ese mandato para insinuar a Eva: “¿De verdad Dios dijo eso? ¿No será que teme que os volváis como Él si lo coméis?”. Aquella prohibición, diseñada para proteger al hombre, fue manipulada por el pecado para seducir a Adán y Eva, quienes, movidos por el recelo y el deseo de “ser como Dios”, cayeron. Pablo describe cuán complejo y engañoso puede ser el pecado y, a la vez, enfatiza que la ley cumple la función de “revelar” ese pecado, aunque nuestra naturaleza débil puede quedar atrapada.

Esto no implica que Pablo concluya que “la ley sea mala”, sino todo lo contrario: “La ley es santa y el mandamiento es santo, justo y bueno” (Ro 7:12). El mensaje teológico es nítido: el problema no es la ley, sino el pecado que corrompe al ser humano, haciéndole imposible cumplir plenamente la ley. Y es esta imposibilidad la que lleva al hombre a clamar por la gracia. En otras palabras, la ley establece un listón santo y elevado, revelando nuestra insuficiencia y conduciéndonos a declarar: “No puedo ser justo por mis propios medios; dependo totalmente de la salvación de Dios”. Precisamente este papel de “guía” o “tutor” es el que Pablo destaca también en Gálatas, cuando llama a la ley nuestro “ayo” que nos conduce a Cristo.

Al desarrollar esta idea, Pablo hace notar algo más: “Sin la ley yo no hubiera conocido el pecado”. Aunque la ley sirva para exponer y reprimirlo, no logra erradicar el pecado desde la raíz. Aquí, el pastor David Jang menciona en su enseñanza sobre Romanos que “la naturaleza pecaminosa del hombre no se puede arrancar únicamente con la instrucción de la ley. Al recalcar más y más la ley, la concupiscencia humana puede buscar otras vías de manifestación”. ¿Qué significa esto? Que la función correcta de la ley es mostrar cuán grave es el pecado, pero el poder para eliminarlo radicalmente reside en el Evangelio, es decir, en la obra de la cruz de Jesucristo. La ley muestra la “seriedad” del pecado, de modo que el hombre, al sentirse sin esperanza, exclama: “Sólo en Cristo y en su gracia hay salvación”.

Entonces, ¿para qué sirve la ley? La idea central de Pablo podría resumirse así: la ley es un paso inicial imprescindible para reconocer el pecado. Quien se crea justo, al confrontar la ley, comprenderá que es un gran pecador. Sin ese proceso, nadie puede decir sinceramente: “Soy un pecador”. Por ende, la ley funciona como una “linterna” o “foco” que ilumina la oscuridad, haciendo visible la realidad pecaminosa. Entonces, el creyente puede exclamar: “¡Ay de mí, soy un miserable!”, y así acercarse al arrepentimiento. Pero eso no es todo. Aunque la ley muestre y limite el pecado, no lo aniquila. En ese punto, uno debe aferrarse a Cristo. Sólo así obtenemos la gracia redentora y el poder del Espíritu Santo para experimentar verdadera victoria sobre el pecado.

La “aflicción” a la que alude Pablo se refiere al hecho de que, aunque sabe que la ley es buena, no dispone de fuerzas para cumplirla. Se topa con una norma muy elevada y admirable, pero no puede alcanzarla, y tal impotencia genera angustia. No sólo Pablo experimenta eso; es la realidad de todo creyente sincero: “Sé que la voluntad de Dios es buena y correcta, pero, ¿por qué soy incapaz de cumplirla?”. Ese sentimiento de desolación puede volverse insoportable si no nos rendimos ante el Evangelio.

Pero Pablo no se queda en la desesperanza. En la parte final de Romanos 7 proclama la solución con un canto de triunfo: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!” (v. 24-25). La ley saca a la luz nuestro pecado y nos sumerge en el abatimiento, pero en medio de esa desesperación emerge la esperanza de la redención que hay en Cristo crucificado. Es ahí donde se revela la esencia del segundo tema: “La función de la Ley y las limitaciones del ser humano”. La ley, por más perfecta que sea, no puede ser cumplida en su totalidad por el hombre caído. De ello brota la exclamación: “¡Miserable de mí!”. Pero ese clamor se convierte en puerta a la gracia en Cristo. La ley actúa como un portero que nos conduce a Cristo, exponiendo nuestra incapacidad y resaltando cuán indispensable es Su gracia.


3) El conflicto interior del creyente y la victoria de la gracia

En la parte final de Romanos 7, aparece la famosa confesión de Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Cualquier cristiano que tome en serio su vida espiritual se identifica con estas palabras. Aunque ya hemos sido justificados por la fe en Jesucristo, persiste en nosotros cierta inclinación pecaminosa y la naturaleza carnal. A veces tropezamos y volvemos a caer en pecado. Se percibe la agonía que expresa Pablo: “Quiero hacer el bien, pero no lo logro; y termino haciendo lo que aborrezco”.

No se trata únicamente de preguntar: “¿Acaso el creyente que peca vuelve a estar condenado?”; Pablo describe un drama más profundo de la experiencia espiritual. Por un lado, “en mi interior me deleito en la ley de Dios”, refiriéndose al hombre renovado, nacido de nuevo. Pero, a la vez, “en mis miembros hay otra ley, la ley del pecado que me esclaviza”. Es la persistencia de la naturaleza carnal, la herencia adámica que no se extingue por completo. Esas dos fuerzas están en permanente conflicto, lo que provoca la “miseria” del creyente y su lamento: “¡Miserable de mí!”.

La clave aquí es que, aunque Pablo reconozca este conflicto, no está dominado por el pesimismo. Fue uno de los más apasionados siervos de Dios, dedicado plenamente al Evangelio, y aun así se declara débil, incapaz de realizar el bien que desea, y consciente de que el pecado a veces lo arrastra. Tal realidad exhibe una hermosa paradoja de la espiritualidad cristiana: “El que reconoce su debilidad es el que depende de la gracia, mientras que el que se cree fuerte no ve su necesidad de gracia”. Como dice Pablo en otro texto: “El poder de Dios se perfecciona en la debilidad”.

Pese a ello, queda en pie una verdad contundente que Pablo repite a lo largo de Romanos 6 y 8: “El pecado no se enseñoreará de vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”. El creyente no está bajo la autoridad del pecado y de la muerte. Aunque la tentación y la fragilidad continúen, el pecado ya no es nuestro “dueño”. ¿Por qué? Porque hemos sido comprados por la sangre de Cristo y adoptados como hijos de Dios. El Espíritu Santo habita en nosotros, permitiéndonos clamar: “¡Abba, Padre!”, lo cual implica que el poder del pecado ha perdido su control final.

En Romanos 7:24, Pablo exclama: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Pero en el versículo siguiente (7:25) responde con gratitud y alabanza: “¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!”. En definitiva, quien otorga la victoria es Cristo, y en esa gracia descansamos. Aun en medio de las caídas y la debilidad, la mirada de Pablo se dirige a Jesús, rompiendo en acción de gracias. Es una confianza absoluta en quien lo libró del pecado y de la muerte, y una afirmación de que la conclusión de la salvación no depende de nuestras fuerzas o méritos, sino de la gracia total de Dios.

El pastor David Jang, en el acompañamiento pastoral y en sus predicaciones, suele mencionar lo siguiente acerca de esta lucha interior y la victoria de la gracia: cuando una persona cree en Jesucristo y recibe el perdón de pecados, no desaparecen de inmediato todas sus costumbres o inclinaciones al mal. De hecho, al experimentar a Cristo de manera profunda, uno puede volverse más sensible al pecado y sentirse más turbado que antes. Sin embargo, tal sensibilidad es parte del camino hacia la madurez espiritual, que despierta un genuino anhelo de santidad y un arrepentimiento más profundo. En ese proceso, clamamos al Espíritu Santo y nos aferramos a la Palabra y la oración, y así vamos venciendo al pecado de manera real. Puede que no alcancemos un estado de impecabilidad absoluta, pero contamos con la certeza de que el pecado ya no domina, pues el poder del Espíritu mora en nosotros.

Al iniciar Romanos 8, Pablo declara: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Para comprender bien esta afirmación, debemos tener presente el conflicto interno, la desesperación de Romanos 7 y la victoria que surge por medio de Cristo. El apóstol vivió en carne propia esa contradicción interna y, sin embargo, concluye: “No hay condenación”. Ésta es la paradoja que atraviesa todas las epístolas de Pablo: “Soy el primero de los pecadores, pero Cristo me ha liberado y, por eso, ninguna condenación pesa sobre mí”.

¿Cómo gestionar este “combate” según Romanos 7? Primero, reconociendo el pecado con sinceridad. Segundo, anhelando realmente salir de él. Tercero, confiando en la gracia de Jesucristo y en la obra cooperadora del Espíritu. Cuando el creyente clama ante Dios: “¡Soy un miserable!”, escucha la voz del Señor que le responde: “Bástate mi gracia”. Quien se aferra a esta gracia no vive bajo la ansiedad y el pánico de la condena, sino que, aunque luche contra el pecado, y a veces caiga, vuelve la mirada a la redención de Cristo, se levanta y sigue adelante con acción de gracias. Así termina Pablo en Romanos 7: no en la desesperación, sino en la alabanza a Dios.

De este modo, Romanos 7 describe el punto de encuentro entre la justificación (ser declarados justos) y la santificación (proceso de hacernos santos). Muchos creyentes se preguntan: “Si ya soy salvo, ¿por qué sigo luchando con el pecado?”. Este capítulo responde de frente: aunque la salvación es un hecho consumado en Cristo, mientras vivamos aquí en la tierra, se libra una batalla espiritual continua. Por eso, el creyente debe examinarse a la luz de la cruz cada día y no descuidar la práctica de caminar en el Espíritu. En este proceso, la ley ya no nos encadena, sino que ilumina el “pecado que aún queda en mí” y señala la justicia de Dios. Una vez que comprendemos que no podemos salvarnos con nuestro esfuerzo, la gracia de Cristo resplandece aún más.

Finalmente, tengamos en cuenta que Pablo se dirigía a una comunidad mixta de cristianos judíos y gentiles, buscando aclarar su postura acerca de la ley. El pueblo de Israel había recibido la ley, pero no podía cumplirla por completo. La ley revelaba el pecado, que derivaba en muerte, no porque la ley fuera mala o inútil, sino porque el pecado explotó esa ley para irrumpir. Con la proclamación efectiva del Evangelio de la gracia, no se anula la ley, sino que se eleva a su cumplimiento perfecto. “Yo soy miserable, pero por Cristo Jesús vivo en libertad” es la conclusión.

Esta realidad la experimenta toda persona que lleva tiempo en la fe. Al comienzo, hay un gran gozo, pero con el paso del tiempo surgen sombras internas que emergen de la vieja naturaleza, y uno descubre: “¡Sigo siendo un pecador!” y tiende a la desesperanza. Sin embargo, en lugar de hundirse, Pablo exclama: “¡Doy gracias a Dios!”. Paradójico, pero es la dinámica del Evangelio. Cuanto más se expone el pecado, más se magnifica la cruz de Cristo y el camino de la fe vuelve a abrirse. Así, Romanos 7 nos muestra que la “lucha interior” no es un sufrimiento estéril, sino la senda a través de la cual experimentamos la victoria de la gracia.

En conclusión, el tercer tema principal se centra en “el conflicto interior del creyente y la victoria de la gracia”. Todo verdadero cristiano pasa por la tensión entre la ley y el pecado, pero al final halla la gracia salvadora de Jesucristo. Por eso, el creyente proclama: “Soy un miserable, pero doy gracias a Dios, porque Jesucristo me ha librado de este cuerpo de muerte”. Ése es el clímax de Romanos 7 y el umbral que conduce a la libertad y la victoria en el capítulo 8. El mensaje de este capítulo se aplica de igual manera hoy, brindando consuelo y ánimo a los hijos de Dios en su combate contra el pecado, confirmándoles que siguen “bajo la gracia”.


En síntesis, al agrupar todo el texto en sólo tres grandes apartados, tenemos:

  1. “La Ley y nuestra nueva relación”: Pablo utiliza la metáfora del matrimonio y la muerte para mostrar que la ley ya no puede atarnos, dado que hemos muerto con Cristo y hemos pasado a una unión con Él, lo que nos otorga libertad espiritual y la capacidad de dar fruto para Dios. La ley no ha sido abolida, sino que ahora, bajo una dimensión superior —la gracia—, se hace posible una obediencia genuina.
  2. “La función de la Ley y las limitaciones del ser humano”: La ley es santa y buena, pues revela el pecado. Sin embargo, dadas la astucia del pecado y la debilidad humana, puede conducirnos a la muerte. En realidad, la ley evidencia el pecado y muestra al hombre su impotencia, conduciéndolo a la convicción de que únicamente en Cristo existe salvación.
  3. “El conflicto interior del creyente y la victoria de la gracia”: Aun después de la justificación, la carne y las tendencias pecaminosas permanecen, generando luchas y caídas. Pero la mirada de fe en la obra redentora de Cristo conduce a la gratitud y a la alabanza, en lugar de la desesperación. Finalmente, es la gracia de Jesucristo la que garantiza la victoria y la que capacita al creyente para vivir en el poder del Espíritu.

Así, Romanos 7 nos enseña que, si bien hemos sido declarados justos ante Dios, seguimos en un proceso donde tenemos que pelear contra la naturaleza caída. Eso sí, vista desde la perspectiva de la gracia, esa batalla no conduce a la condenación, sino a un crecimiento con fruto. La ley no se abroga; sigue teniendo la misión de revelarnos nuestro pecado y guiarnos. Pero cuando reconocemos nuestra incapacidad, podemos decir con Pablo: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”. Éste es el mensaje central de Romanos 7 y la insistencia del pastor David Jang en múltiples ocasiones: aunque lidiemos con el pecado, no terminamos en el desconsuelo, sino en la gratitud. Con la ayuda del Espíritu Santo, pasamos de la lucha a la victoria real, creciendo en libertad interior. El capítulo 7 de Romanos nos insta a contemplar con honestidad esta “lucha inevitable en la etapa de la santificación” y, al mismo tiempo, nos alienta a ver que, por la gracia de Cristo, esa batalla tendrá una victoria final.


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